MADRID | Violeta
se muere. Todos lo hacemos un poco desde que nacemos, cada día, a cada
instante. Pero ella sabe que el final de sus apenas cincuenta años de vida es
inminente: semanas, tal vez meses, no más. La muerte es un mito lejano para la
mayoría. Para Violeta, nombre ficticio de esta enferma anónima, es el fantasma
que ha sumido su futuro en una negrura insondable. Ha encontrado la forma de
convivir con la certeza de que el cáncer la apagará de aquí a poco. Pertenece a
esa mitad de enfermos terminales que en España recibe unos buenos cuidados
paliativos. Aunque suene macabro, Violeta tiene suerte.
Dolores
López (nombre ficticio) también ha mirado a los ojos de la parca. Y lo ha hecho
sin miedo. Padece un cáncer de mama al que resiste decidida y perdió a su
marido hace tres años víctima de uno de colon. Confiesa que vivió aquel proceso
«impotente y angustiada, porque no sabía cómo aliviar a quien más quería». La
medicina oficial no tuvo respuesta para Carmelo, su esposo. «El médico de
cabecera tenía muy buena voluntad, pero…»
Violeta y
Carmelo son dos de los nombres que esconde la estadística que estima que la
mitad de las 390.000 personas que mueren cada año en España lo hacen tras
atravesar un estadio terminal de su enfermedad. Aproximadamente a un tercio de
ellas las mata el cáncer. Todo el mundo desea morir de un modo repentino e
indoloro, pero la mayoría de las veces no es así.
El morir es
algo que suele acontecer despacio, que se prolonga. Y que duele. Fernando
Marín, médico especialista en cuidados paliativos, recuerda que «más que un
dolor físico, lo que produce es un dolor existencial. Estamos ante un enfermo,
pero sobre todo ante un ser humano que sufre».
«NOS CUESTA
ASUMIR LA MUERTE. SIEMPRE ES LA MUERTE DE OTRO»
Nada hay
más universal que el hecho de morir. La muerte linda con la vida y es
consecuencia de ella. Son dos reversos de una misma moneda. Sin embargo, como
reconoce la psicóloga Cristina Coca, «la muerte es el mayor tabú, más incluso
que el sexo». Esto queda patente en los cambios en las circunstancias que
rodean al óbito. Antaño la muerte era algo visible, social. Coca recuerda que
hace veinte años vio morir en su casa de una aldea gallega a una anciana
rodeada de su familia, niños incluidos. «De eso hemos pasado a una muerte fría,
de ciudad, donde se lleva al moribundo al hospital, donde se le ve menos». La
doctora Lourdes Rexach, coordinadora de la Unidad de Cuidados Paliativos del
Hospital Ramón y Cajal de Madrid, coincide en que «desde pequeños se nos enseña
que la muerte es algo que debe ocultarse; antes no era así».
La muerte
no gusta. Por eso se intenta ocultarla. O trivializarla en películas y
videojuegos sangrientos que la despojan de todo su dramatismo. El oncólogo
Antonio Sacristán es el jefe del Equipo de Soporte y Ayuda Domiciliaria del
Sector Este de la Comunidad de Madrid. Para él la muerte es algo cotidiano.
Visita a diario las casas de aquellos a los que ronda de cerca, luchando no
contra ella, sino contra los estragos de su advenimiento. Es un médico atípico:
no cura, y sus pacientes pocas veces sobreviven más allá de unas semanas, pero
no por ello es menos necesario.
Sacristán
cree que, pese a que la sociedad viva ignorándola, «la muerte es una realidad
omnipresente. Todos viajamos en coche con el riesgo que eso conlleva, todos
vemos a diario la crónica de sucesos en televisión, las matanzas en Afganistán
y otros lugares. La muerte está ahí, pero construimos tópicos en torno al morir
porque no lo conocemos». El modo de reaccionar más extendido ante una
enfermedad de pronóstico fatal confirma que la asunción de la mortalidad es
dolorosa y se elude tanto como sea posible. «La mayoría de los pacientes
recurre a la negación de su enfermedad como un manto protector frente al
sufrimiento y muchas veces ese manto se mantiene hasta el desenlace», explica
Sacristán.
NEGAR EL
DESENLACE
Ya la
psiquiatra estadounidense Elizabeth Kübbler-Ross identificó la negación como un
mecanismo de defensa psicológica. Incluso estando sano, en general se es reacio
a la idea de que algún día se habrá de abandonar este mundo. Desde febrero de
2007 existe un Registro Nacional de Instrucciones Previas. Algo que ya antes se
había implantado en muchas Comunidades Autónomas españolas para que los
ciudadanos puedan dejar constancia de qué tratamientos están dispuestos a
tolerar en el supuesto de que una enfermedad los postrara hasta el punto de
impedirles expresarlo por sí mismos, pero muy poca gente lo hace: «Muy pocos de
los pacientes que nosotros atendemos han registrado un documento de
instrucciones previas», dice Sacristán. La doctora Rexach corrobora esta impresión
y vaticina que «hasta que la sociedad se mentalice y empiece a hacer uso de
este recurso pasará tiempo». El tabú pesa mucho.
Dejar de
existir es una eventualidad en la que no se quiere pensar. El doctor Eduardo
Clavé, experto en Bioética del Hospital Universitario Donostia, lo atribuye a
que «la muerte es una realidad que nos cuesta asumir y que hemos desterrado de
nuestras vidas tan solo mirando hacia otro lado. La muerte siempre es la muerte
de otro. No reflexionamos en torno a ella por no enfrentarnos al vértigo del
vacío y la soledad». Si alguna vez dejamos de esquivarlo y le damos vueltas a
nuestro seguro destino, la reacción frecuente es de rabia, de impotencia.
Incluso
genios ilustres del pasado no encontraron otro recurso que el pataleo. Miguel
de Unamuno escribió: «Con razón o contra ella, no me da la gana de morirme. Y
cuando al fin me muera, no me habré muerto yo, sino que me habrá matado el
destino humano. Yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella». Don Miguel,
muy a su pesar, hace ya tiempo que fue «destituido». Naturalmente.
CUIDADOS
PALIATIVOS
Esta
arraigada aversión a la muerte explica en parte la respuesta torpe e
insuficiente que todavía con frecuencia los médicos dan a aquellos enfermos a
los que ya no pueden sanar. La doctora Rexach cuenta que «lo que se enseña en
las facultades es a curar. Nadie plantea que no siempre es posible, con lo que
a veces los residentes jóvenes se frustran cuando esto sucede y desarrollan
cierto rechazo hacia estos pacientes». La cultura occidental contemporánea se
ha construido sobre la base de la omnipotencia de la razón y el conocimiento
científico, y sufre cuando constata que estas armas que considera infalibles
fracasan ante la ineluctable finitud de la vida humana. No se admite que la muerte,
antes que un fracaso de la medicina, es una consecuencia de la vida. El hombre
del siglo XXI, capaz de explorar el espacio o modificar genéticamente animales
y plantas, sufre al comprobar que perece igual que lo hacían sus ancestros que
cazaban a pedradas.
El doctor
Sacristán sostiene que «en demasiados casos la medicina se obstina en curar».
Este noble pero a veces errado empeño se remonta a sus más remotos orígenes. El
compromiso de aliviar los padecimientos de aquellos para los que no existe
remedio es mucho más reciente. Fue la británica Cicely Saunders, pionera de la
medicina paliativa, la que a partir de 1967 hizo ver la urgencia de ofrecer a
los moribundos un tratamiento que mitigara su dolor. Saunders, a quien muchos
seguirían después, tenía un mensaje tan cálido como nítido para los pacientes
desahuciados: «Usted nos importa hasta el último momento de su vida».
Aunque aún
queda mucho por hacer, la medicina paliativa se asienta poco a poco. El
prestigioso bieticista David Callahan afirmó que «tanto como curar
enfermedades, el principal reto de la medicina en el siglo XXI es conseguir que
las personas mueran en paz». En España se avanza con dificultad en esta
materia. Hasta el verano de 2007 no se elaboró una Estrategia Nacional de
Cuidados Paliativos y la delicada situación presupuestaria actual dificulta
progresar en su aplicación.
Los
expertos coinciden en que las carencias siguen siendo muchas, pero discrepan en
la solución. Para Fernando Marín, «no se entiende cómo no se crean más unidades
específicas de cuidados paliativos, cuando está demostrado que cuestan poco y
ayudan mucho». Sacristán, por su parte, piensa que «cualquier médico puede si
se le forma adecuadamente dispensar cuidados paliativos». Para este
especialista, más que la creación de unidades específicas, «lo que se requiere
es que la práctica médica incorpore de una vez la filosofía paliativa». Sea
cual sea la receta, pasa por no rehuir la cruda realidad de la muerte, por
terminar con el comportamiento social más extendido, el de apartar la mirada y
distraer el pensamiento ante el fin de la propia existencia, ante la
insoportable incertidumbre de lo que el filósofo Fernando Savater ha llamado
«extremos oscuros del ser y dejar de ser», una frontera vertiginosa a la que
todos estamos llamados.
Fuentes:
ABC
Editado
por: Protestante Digital 2013
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